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VÍCTOR ANDRÉS BELAÚNDE (Arequipa, 1883- New York, 1966)

Tuvo una obsesión reflexiva: el Perú, al cual indagó en todas sus perspectivas posibles: la filosófica, la económica, la religiosa, la jurídica, la étnica, la religiosa, la jurídica y la psicológica. Líder de la brillante generación del “novecientos” con José de la Riva Agüero, Francisco y Ventura García Calderón y Oscar Miró Quesada, cuya ambición fue regenerar el Perú bajo el lema arielista: ¡Queremos Patria!

Hizo sus primeros estudios en el Colegio San Vicente de Paúl de Arequipa, posteriormente ingresó a la Universidad San Agustín y, luego, a San Marcos. Completó de manera brillante el horizonte cultural del novecientos: Jurisprudencia, Letras, Ciencias Políticas y Administrativas. Obtuvo sus grados con tesis como: “La filosofía del derecho y el método positivista”, “El Perú antiguo y los modernos sociólogos” y “Los mitos amazónicos y el imperio de los incas”. Desde ya, estaba planteando un programa intelectual que, partiendo de un conjunto de hipótesis, buscaba afanosamente dar consistencia a su tesis llamada peruanidad.

En 1912 asumió la dirección de la revista Ilustración Peruana desde donde formuló el primer diagnóstico de nuestra mentalidad colectiva, los rasgos psicológicos de la sociedad y el espíritu decadente que lo atrapaba. Así tituló la serie de artículos: Nuestra incoherencia (discontinuidad sin armonía); Nuestros rencores (los odios seculares); Nuestra ignorancia (“… el Perú se regenera si se envuelven en el polvo sagrado de las bibliotecas”); Nuestro decorativismo (“…pueblo de escenógrafos y comediantes, de desfiles y revistas de tinglado y de maroma dichoso pueblo que consuelas tu marasmo y tu vivir desocupado y monótono, con el relumbrar de unos minutos y de la ficticia agitación de ese día”); Nuestra pobreza de sentimientos (“El sentimentalismo peruano es una mentira convencional”). Su crítica, en algunos casos, es mordaz, como en los escritos juveniles de Ricardo Palma, y en otras impacientes, en el mejor estilo de Gonzáles Prada. Su prosa abogaba por una renovación espiritual, anudándose al reclamo continental de Henriquez Ureña, Sanín Cano y Rubén Darío.

Alumno de Alejandro Deústua y admirador de Miguel de Unamuno, buscaba conciliar el naturalismo filosófico con las nuevas corrientes metafísicas. No se entusiasmó por González Prada, sin embargo, su generación no fue ajena de la crítica a la lacerante realidad. Por ello, ante la demoledora catilinaria del autor de “Bajo el oprobio”, surge una generación llena de entusiasmo por el porvenir que proclama la esperanza y agita el positivismo en un país dolido que se levanta de los escombros de la Guerra del Salitre.

Mientras que Gonzáles Prada vivió exiliado del cerrado sistema político de la República aristocrática, ellos buscaron reformarlo desde adentro; si el autor de Bajo el oprobio rechazaba la política como actividad que conlleva la degeneración moral, ellos emprendieron una cruzada ética desde el minado campo de la política, creando el Partido Nacional Democrático bautizado, con ironía por Luis Fernán Cisneros, como “futurista”. Aparece en este trance Víctor Andrés como un caudillo de temida oratoria, crítico y beligerante, que censura el lacrado sistema político.

Diagnostica los problemas: carencia de un sistema electoral democrático, el Estado es centralista; es más, está en contradicción con la nación y sus grupos protagónicos, como la pujante clase media. En Meditaciones Peruanas, sintetiza los jinetes de nuestro apocalipsis político: la plutocracia costeña, la burocracia militar y el caciquismo parlamentario.

Este movimiento juvenil de renovación intelectual fue desoído y marginado por el  civilismo que no comprendía que estaba liquidando su continuidad histórica: moderna, liberal, ilustrada y reformista.

La frustración política lo devolvió a sus tareas docentes y de gabinete. En 1918 creó la revista El Mercurio Peruano, donde pugnó por un racionalismo liberal. Buscó en una primera etapa hacerla un órgano “hospitalario, dialógico y plural”.

Como afirma Luis Loayza, en el arielismo noventista llega a su límite el “europeísmo” literario y se apertura un nacionalismo que, partiendo de lo vernacular, busca integrarse al conocimiento moderno. Este proyecto es diferente y superior a cualquier programa conservador decimonónico (algunos pretenden asociarlo como Bartolomé Herrera; el proyecto de Belaúnde, a diferencia inclusive del de Riva Agüero, parte de la necesidad de proporcionarle ciudadanía al indígena, sin volverlo individualista, pues su potencia moral y laboral reside en su fecundo colectivismo:

“El criterio para apreciar el valor de una raza es el de su aptitud para dominar el medio. Nadie como el indio para el pastoreo de los ganados andinos. Él es el barretero insustituible de las minas; y ha llegado a ser un obrero irremplazable en la agricultura de la costa (…) la república no la ha aprovechado más porque ignoró el genial principio descubierto por Polo de Ondegardo acerca de su psicología económica, tan refractario al régimen individual y tan propicio y fecundo en los trabajos colectivos” (Mediaciones Peruanas, 1963: 133-134).

En la cátedra universitaria sostuvo la necesidad de institucionalizar el Estado de Derecho, evitando el señorío de los políticos. El régimen de la “Patria nueva” lo desterró, escogiendo como lugar de residencia el formidable ambiente yanqui, liberado de las secuelas posteriores a la Primera Guerra Mundial que padecía Europa, en cruentas luchas entre revolucionarios y reaccionarios que ensangrentaban el viejo continente.

En un ambiente de profunda meditación académica, rechaza la filosofía positivista y se plantea un espiritualismo influenciado por el pragmatismo. Los filósofos predilectos de su reflexión son Spinoza, Pascal, Kant, empero, en quien descubre la síntesis de su pensamiento es en San Agustín, en el autor de “La ciudad de Dios” encuentra la armonía entre el clasicismo helenista y el idealismo estoico.

Como San Agustín, agnóstico en su juventud, regresa a su fe católica asumiendo una actitud ardorosa y polémica. Desde esta perspectiva refuta el libro fundamental de José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de la interpretación de la realidad peruana (1928). Belaúnde, desde un fundamento neotomista rechaza el materialismo, pues según señala, su ideología individualista le castra el sentido solidario y corporativo de toda gran obra social.

Víctor Andrés anuncia una disyuntiva ideológica contemporánea, que después del Vaticano II se convirtió en una entelequia: “Creo que la vieja división entre derecha e izquierda ha sido sustituida por esta disyuntiva: o democracia cristiana o dictadura marxista, franca o disimulada. Entendemos por democracia cristiana al régimen en que el respeto por la persona humana y sus libertades fundamentales se une con la estabilidad y eficiencia de la autoridad en su obra de bien común” (Peruanidad, 1957: 466).

En el Congreso Constituyente de 1933 el civilismo oficialista, carente de prestancia intelectual, debía abrigarse tras el verbo polémico de Víctor Andrés Belaúnde, quien desde posiciones principistas combatió las propuestas renovadoras del APRA y el Partido Socialista de Luciano Castillo. El constitucionalista José Pareja Paz Soldán lo considera el artífice de la contextura jurídica de la Carta Magna de 1933, dotada de instituciones civiles y jerárquicas legales.

Su carrera derivó conscientemente del activismo político, al ejercicio de la diplomacia, sus dotes de estadista le hicieron coronar su brillante desempeño como canciller de la República en 1958. Sin embargo, cuando hubo de contribuir a superar la letal bipolaridad política: aprismo-militarismo, se enrolló con entusiasmo a respaldar la alianza Acción Popular-Democracia Cristiana, que ganó las elecciones de 1963, llevando a su sobrino Fernando Belaunde Terry a la Presidencia de la República.

A veces tuvo excesos, no obstante, comprendió que las guerras santas en la política nos habían condenado a un purgatorio laico interminable. Por ello, en su ancianidad buscó contacto con los movimientos juveniles y reformistas, donde hizo revivir sus ideales doctrinarios social-cristianos, cuya base ideológica se mantuvo inconmovible hasta sus días finales. Su proyecto es coherente, lo inicia con La realidad nacional (1929), Meditaciones peruanas (1933), El debate constitucional (1932) y Peruanidad (1943). En todos sus capítulos hay un solo tema de agenda: la regeneración del Perú.

Reforzó sus convicciones con lecturas del francés Jacques Maritain, Reflexiones sobre la inteligencia y La primacía de lo espiritual, planteando a los cristianos peruanos un derrotero que partiendo de un gran esfuerzo mental, con fervor místico, proponga cambios que liberen al Perú del atraso político y moral.

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