Ideólogo y artista que supo sintetizar en un neologismo el nacionalismo continentalista de sus compatriotas: el indoamericanismo. Al lado de su ilustración supo cultivar un singular sentido de solidaridad y desprendimiento intelectual; en Trujillo -su ciudad adoptiva- descubrió y alentó la potencia artística de César Vallejo, Alcides Spelucín, Ciro Alegría y Macedonio de la Torre.
Alejados del ambiente limeño: frívolo y aristocrático; Orrego, exhortó a estos espíritus provincianos a despojarse del reduccionismo aldeano y encontrarse con lo más avanzado de la vanguardia creadora, que modernizará la estética, la cultura y la sociedad. En los años veinte ejerció un indiscutido magisterio sobre una pléyade de intelectuales, que se aglutinaron en el periódico El Norte de Trujillo, donde además de los mencionados destacaron: José Eulogio Garrido, Haya de la Torre, Oscar Imaña, Francisco Sandoval, Manuel Vásquez Díaz, Carlos Manuel Cox, Nicanor de la Fuente, Juan José Lora, Alfredo Rebaza Acosta y el pintor Mariano Alcántara de la Torre.
En poco tiempo destacó como el más importante intelectual de la señorial ciudad de Trujillo; no por ello puso su talento al servicio de una vanidad personal o buscó el fácil ascenso social, más bien se comprometió con jóvenes desconocidos por el mundo oficial, muchachos “sin futuro” y cuyos manuscritos nadie deseaba publicar por “díscolos y poco convencionales”. No dudó en escribir el prólogo de la primera edición de Trilce (1922), donde reconoce el genio creador de Vallejo, desmintiendo a sus necios detractores. Sometió a una sistemática crítica estilística La Nave Dorada (1926), augurando que el mar liberteño había producido un gran poeta (Spelucín). Orrego dice de estos años: “Todos éramos catecúmenos y maestros, y a la vez que aprendíamos de los otros, dábamos sin reserva lo nuestro. Creo, porque me he convencido de ello, que esta es la única docencia viva. Cada hombre es portador de una revelación que no le pertenece, sino que pertenece a los demás”.
Porque pudo comprender el mundo anímico de nuestros creadores, su crítica bautismal fue adelantada y certera: “En César Vallejo, la categoría estética es la virginización formal de las cosas, o mejor, la virginidad de su visión. En Alcides Spelucín, la realidad estética categórica es la virginización formal de las cosas, o mejor la virginización funcional de la forma que está siempre petrificada y yerta para el ojo vulgar. Por eso, mientras uno es revolucionario de la retórica, el otro es revolucionario del significado vital”.
Colaboró con el proyecto intelectual de José Carlos Mariátegui, plasmado en la revista Amauta. Se aproximó al proceso político peruano, siendo uno de los fervorosos auspiciadores del naciente movimiento aprista en Trujillo. Mantuvo estrecha comunicación con Haya de la Torre, a quien dio el discurso de bienvenida a su tierra natal (1931), luego de varios años de destierro: “No te queremos ni superhombre, ni infrahombre, solo te queremos hombre con los pies sobre la tierra y a la medida de tu misión histórica”.
El joven Partido Aprista Peruano generó una explosión de expectativas, que pronto se manifestó en Orrego, un calificado intelectual, contagiado por la impaciencia de sus compañeros trabajadores, presta al sacrificio, a la acción de una lucha final y redentora. Orrego interpretó en este movimiento político, toda la carga religiosa que despierta el mito del cambio en una sociedad estancada: “Aunque históricamente parezca paradójico, los nuevos conceptos de libertad y de justicia se desprenden de nuevos sentimientos religiosos. Ética y justicia no pueden caminar sino agarrados de la religión”.
Su tesis ideológica está contenida en su libro cardinal Pueblo Continente (Ensayo para una interpretación de América Latina), publicado en Santiago de Chile en 1937, por la editorial Ercilla, cuando su autor estaba proscrito en su patria. Resume 20 años de meditación angustiosa, como la califica el filósofo cajamarquino; fue elogiosamente criticado por el uruguayo Alberto Zum Felde y el catalán Luis Monguió. La obra es vitalista, y su centro reflexivo es el destino, misión de una población y una geografía que él sintetiza en el vocablo Pueblo-Continente: “Continente —Multitud— se puede llamar a América y, especialmente, a América Latina. De esta antigüedad y entremezclamiento telúrico de todas las progenies está surgiendo -ha surgido ya- un gran pueblo de posibilidades inauditas de nuevas y superadas expresiones espirituales. La multitud, organizados y estructurados sus instrumentos de expresión humana, se ha hecho un Pan-Pueblo, un Pan-Mundo, un Pan-Universo”.
Para Orrego un mesianismo, acompañado de un positivismo renacentista, será el que hará surgir el mestizo continente indoamericano, cuya misión posee una inmensa carga subjetiva semejante a las corrientes utópicas y mesiánicas: “La misión nos lleva al futuro, es el flujo torrencial del porvenir que se precipita para que lo forjemos y lo hagamos consumación humana y concreta, sacándola del limbo fluctuante de la imaginación y trasladándola a la dimensión firme de la fe”.
Antenor Orrego es un combatiente disciplinado de sus convicciones políticas, sufrió prisión, destierro y persecución; pero a la vez es el codificador de un movimiento que estoicamente aguarda su hora redentora; por ello, sus escritos contienen sus reflexiones filosóficas, pero también la esperanza finalista, el romanticismo gallardo y la impaciencia revolucionaria de sus miles de compañeros, que soportan con valentía la crudeza de la lucha social, sabedores que su doctrina posee un destino manifestó: “El destino, es en gran medida, la coerción invisible, pero cierta del pasado, que vive y aún opera en nosotros y que no podemos eludirlo, y que no es saludable y vital eludirlo”.
El lenguaje orreguiano: sintáctico y vital, es efusivo y sugerente. “La forma es solo una metáfora de la realidad y por eso el poeta metaforiza con ella sus más profundos estados anímicos, hasta el extremo que alcanza a veces a formalizar emociones abstractas”.
Vivió intensamente su militancia política desde el inicio de los años treinta, fue elegido miembro de la Asamblea Constituyente de 1931, siendo desaforado por orden del régimen sanchecerrista y recluido con cientos de sus compañeros en los calabozos del Real Felipe. Dirigió el diario aprista La Tribuna, a donde llevó alguna de las técnicas que hicieron de El Norte un modelo de periodismo de opinión y denuncia. Muchas veces estuvo en peligro su vida, padeció destierro y confiscación de sus bienes. Estuvo entre los forjadores del Frente Democrático Nacional (FDN), siendo elegido senador en sus listas parlamentarias (1945-48). En este mismo período fue elegido en forma democrática rector de la Universidad de Trujillo con el beneplácito de la población liberteña.
Sus principales obras son: Notas marginales (1922); Monólogo eterno (1929); Pueblo-Continente (1937 y 1957) y Sentido vital de la revolución indoamericana. Aun así, quedan por rescatar cientos de notas periodísticas que condensan su permanente disposición a la reflexión comprometida y continental.